Ojos de ermitaño: “El ojo del lagarto”, de Vicente Rivera



Ojos de ermitaño: “El ojo del lagarto”, de Vicente Rivera.




Muchos aún creen que la antítesis de la comunicación es el silencio, la nada, la mudez, y claramente no es así. Hay un lenguaje inmanente a todo que nos permite leer símbolos incluso en el vacío, en lo no dicho, en lo silencioso. Eso nos permite encontrar sentido en imágenes sin letras o en palabras borradas, por ejemplo, comunicándonos con ellas y su mensaje silente; y es precisamente eso lo que le permitió al presente autor escribir sobre el desierto, sobre lo que algunos no ven o prefieren evitar.
El ojo del lagarto es el primer libro de Vicente Rivera, poeta de Copiapó que antes ya había compartido su trabajo en algunas publicaciones dispersas y en su plaquette Ojos de lagarto (2010), la cual forma parte de esta edición, que está a cargo de Ediciones Cinosargo. Sus obsesiones giran en torno al desierto de Atacama y los parajes del Norte Grande, siendo sus materias primas la soledad, el silencio y la luz, con las que crea una poética contemplativa que recorre lo desértico con total minuciosidad.
“Atacama es una mancha solar / paisaje del silencio / desparramándose en la arena” (6), señala el autor en uno de los poemas que abren el conjunto, situándonos en un terreno prácticamente despoblado, de sombras que oscilan contra la luz, animales que casi no se mueven y una vida que parece brillar por su ausencia.
De hecho, los cincuenta y dos poemas que componen este libro se suceden uno tras otro con escasas diferencias, creando un ritmo llano y seco como el desierto mismo, generándonos la sensación de que miramos variaciones casi imperceptibles sobre la misma fotografía, la cual sólo puede admirarse con ojos de ermitaño.
Sin esa mirada, sin ese interés, lo que se encontrará es un vacío similar a la muerte, y no se podrá valorar el ejercicio. Porque Rivera se introduce en los fuelles del desierto más árido del mundo, atento, mezclándose con él como un lagarto sobre las piedras, definiendo su drama en medio de “vestigios arqueológicos / de un pueblo que se esfuma / entre la arena y el viento, / el paisaje de una foto velada / a la luz de nuestros tiempos” (24). Y es justamente en la soledad de este misterio, en el vacío de estas ruinas persistentes, donde el hablante se interna a fotografiar, a leer en la arena el transcurso del tiempo que avanza casi sin dejar rastros.
Es necesario aclarar que la alusión a la fotografía no es gratuita, ya que el mismo Rivera señala más adelante: “La palabra es / el obturador / del silencio” (27), revelando así, explícitamente, su vocación observadora, su fijación por la manera muda en que se mueve lo vivo entre las soledades del desierto, su preocupación por esos detalles que va apuntando en sus versos.
El ojo del lagarto contiene poemas que sólo podría escribir alguien que ha vivido allí, que se queda en estos lugares aunque todo lo que hay a su alrededor se oxide y se desmorone, y quizá ese es su pequeño triunfo. Porque puede que muchos lectores pasen de largo por este libro, como pasan de largo los turistas que van al Norte Grande en busca de playas agradables, evitando los surcos memoriales del desierto de Atacama. Pero lo disfrutarán quienes se internen en él como lo haría un ermitaño, fijándose en detalles como los descritos por Rivera en el siguiente poema, titulado “Flor de cactus”: “[...] en la punta del silencio / cuelgan gotas de camanchaca / pequeños espejismos estelares / que filtran los colores de la luz / describiendo la distancia / que tarda el silencio / en regar de colores la memoria” (51). Eso es lo que hay que leer; ante ello es necesario detenerse.


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