Una violencia necesaria: Yakuza, de Francisco Ide Wolleter por Carlos Henrickson

Una violencia necesaria: Yakuza, de Francisco
Ide Wolleter
Desde su raíz el
oficio de la poesía sabe ficcionalizar a sus hablantes: más allá de la sombra
ritual que recorre su historia -matriz última del Yo es otro rimbaldiano-,
se hace propio de una práctica técnica que su instrumento se reconozca como
ajeno, y cuando algo tan resueltamente propio como la palabra se enajena, sólo
podemos esperar que el autor se resuelva a plantear una segunda voz, su
máscara. En la dialéctica de la creación, esta máscara tampoco podrá permanecer
como radicalmente ajena, y tendrá que compartir rasgos de su origen; esto
deberá complejizar nuestra lectura, para saber hallar los canales de la voluntad
del autor, que acaba siendo inevitablemente la conciencia ética tras su escritura.
Francisco Ide
Wolleter (Santiago, 1989), en su primer libro Yakuza (Arica: Cinosargo,
2014), se decide a fundamentar todo un mundo poético sobre una ficción
elaborada y detallista: el supuesto refugio de un miembro de la mafia japonesa
en un entorno latinoamericano degradado que le resulta, más que sólo ajeno,
derechamente una provincia del infierno. Ide toma a su cargo esta
representación asumiendo en pleno la extrañeza radical que implica el doble
extravío de la posibilidad del hablante: el lugar del que hablará tendrá que
ser necesariamente marcado por la expectativa de esta extrañeza, perspectiva
que se apoya sobre los imaginarios cinematográficos del cine policial oriental,
en un trabajo de imagen poética que se decide a mimar el tempo cinematográfico,
buscando una analogía en la experiencia estética. Imágenes como:
Sorbo la cerveza por los colmillos
exhalo el humo / volutas de sangre
escupidas sobre el agua.
(“M”)
no sólo son
pensadas desde la pura visualidad, sino que apuntan a la extrema sofisticación
de la forma que ha hecho característica la estetización de la violencia en su
representación cinematográfica contemporánea, predominante en el cine oriental
de acción. Esta labor de representación no se refiere simplemente a las escenas
violentas, sino que permea atmosféricamente este tipo de estética, asumiendo en
el espectador un contemplador que debe entregarse acríticamente a una
belleza de extrema artificialidad que acostumbra hacerse autónoma de toda
pretensión naturalista.
Esta belleza recargada,
este quedarse de la forma en sí misma, que implica el predominio del
gesto por sobre la acción completa, es seguido por Ide a través de una notable
capacidad de construcción de imágenes poéticas concentradas y eficaces. Poemas
como Oro negro o Moonwalk son de una factura que llega a
sorprender, precisamente en la medida en que la ficción de base le permite
retomar tópicos e imágenes que en la poética de nuestros países remiten al ya
lejano modernismo, entregándoles de vuelta una capacidad de cercanía e impacto
estético:
Voy en puntillas, descalzo,
cuidándome de la brisa
que es el jadeo de una leona
en la siesta de su leonera.
(“Moonwalk”)
Así, Ide logra
disponer de un imaginario -y por ende, un vocabulario- lo suficientemente
amplio para una apertura temática y estilística que le señala desafíos
importantes que en general son resueltos con una capacidad técnica excepcional.
Así, la intensidad de los poemas amorosos -de los cuales la densidad visual de Oro
negro resulta ejemplo mayor- o la decidida exploración de la violencia
estetizada en Telépatas, de clara raíz cinematográfica, saben
desarrollarse tomando como base imágenes concentradas dispuestas con el cuidado
suficiente para garantizar la empatía inmediata del lector, sin hacer necesario
que éste se halle inmerso en el mundo poético general del libro.
En fin, el
enmascaramiento de la voluntad del autor logra su objetivo: plantearnos dentro
de una experiencia estética definida por una situación de extremo riesgo, en la
cual la percepción de lo presente resulta violentamente necesaria. Resulta
natural, en este sentido, la vinculación con Tomás Harris en Cipango, no
obstante allí el enmascaramiento se hacía plural y, por lo mismo, apuntaba a la
velocidad que suponía el delirio más que a la concentración del tiempo y de la
imagen. Sin embargo, habría que decir, más bien, que Ide recupera en su labor
una intuición permanente de la mejor parte de la literatura de los 80 en Chile:
que el saber de la poesía requiere una colonización mutua entre ésta y los
reinos imaginarios entregados por la cultura de masas, en pos de resolver su
situación en medio de una crisis cultural profunda.
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