Juan Cameron sobre dos libros de Cinosargo Ediciones (Raíz de Uno y El libro de las revelaciones)

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Fernando Rivera Lutz había olvidado publicar, o al menos no pudo, no tuvo la oportunidad y comenzó a olvidar que había escrito este o aquel otro poema. O fue olvidado –resulta lo más probable- por la poesía nacional, esa que circula en torno a la ciudad de Santiago. De allí que subtitule su libro como Antología Olvidada, como la recopilación de las mejores piezas que comenzó de pronto a rescatar desde distintos y al parecer profundos registros muy cercanos al germen de su propia existencia.

El título es certero, Raíz de uno (Cinosargo 2011). Más allá de la doble significación que el signo matemático pueda tener al interior de tal ciencia o disciplina, nos indica el poeta el lugar desde donde emerge su voz y su escritura. Y aquella es la existencia, la experiencia, el discurso florecido desde la respiración y el fluido sanguíneo que se ha ido cincelando día a día, derrota tras derrota y alegría tras alegría. Como las piedras del desierto o de la locura, partidas justo al centro por obra del frío y del calor repentinos. Desde esa precisa locación que ahora expone a la vista de todos nace el poema. Y es uno, no sólo por ser identificación de aquel ser del que tenemos absoluta conciencia y soledad, sino también en tanto individuo, unidad indivisible absolutamente reconocible que se refiere a las cuestiones del mundo. Por una razón muy simple, que Fernando Rivera nos prueba aquí: los grandes movimientos sociales, las grandes tragedias históricas o naturales, son hechos colectivos. Pero el sufrimiento es personal; y en nada afecta, al menos en lo inmediato, al ente colectivo. Y así también lo es la poesía.

En este sentido no puede obviarse la militancia del poeta Rivera en la Generación del 80; aquella iniciada por las dos versiones del Encuentro de Arte Joven de la Municipalidad de Las Condes y, perdonen que me suba al mismo carro, con la aparición de mi Perro de Circo entre otros volúmenes a citar. La fuerte carga existencialista, mencionada recién, la ironía heredada desde Nicanor Parra a través de los muchachos de la Promoción Universitaria del 65 y las notorias lecturas comunes –digamos los beatniks, los rusos, Cardenal, Teillier, Lihn, entre muchos otros- le conducen a textos a veces epigramáticos y usualmente inteligentes, irónicos y trágicamente feroces.

Es más, tras aquellos aparentes juegos de palabras asoman por la penumbra la queja y la provocación, únicas armas del poeta en tiempos difíciles: “Cada vez que un poeta del norte/ de Chile/ participa en un reverente concurso/ el primer lugar/ es declarado desierto”. Fino el poeta, yo habría puesto directamente “reverendo”. Pero lo curioso aquí, más allá de lo dicho es el quiebre entre el primer y segundo versos, según el cual separa los términos “de Chile”, alejando su significado de la palabra “norte”. Y tras algunas páginas cobra significación el postulado “predicar en el desierto”.

En cierta medida la presencia de Fernando Rivera Lutz en esta ciudad abre un camino distinto a la poesía en curso. Los nombres de los poetas hoy presentados, al menos para quien observa el fenómeno desde fuera del tablero, se hacen visibles en su entorno. Es justo decir también que, fuera de ellos, otros varios creadores han instalado sus nombres en este decurso lo que, al tiempo, ha permitido aclarar la panorámica de la poesía nortina. Pensar por ejemplo, como es dable, que los grandes poetas de esta región del país son en verdad Enrique Lihn y Oscar Hahn, en lugar de otras opciones generalmente aceptadas. Pero será el tiempo quien establecerá con claridad la visión de este canón.

Nuestros años, a pesar de toda esta panorámica en contra, son años de poesía; aunque sea poesía secreta, no importa. Así una moledora de carne el tiempo ha ido estrujando la experiencia del poeta para la construcción del verso. “Fuimos carrousel de ningún parque. –Nos dice el poeta. –Se me triza el corazón/ siendo todos/ tiernos/ quiltros/ callejeros/ nadie nos hizo mover la cola”. Y sin embargo este oficio será el de registrar los hechos, no para calificarlos, sino por entregar, al lector del mañana, un retrato del pensamiento individual como hecho historiográfico; pues tal es el verdadero compromiso del artista.

Es bueno presentar hoy a Fernando Rivera Lutz porque, en cierta medida, este simple acto documenta un hecho memorable; por otro lado, me parece un despropósito que sea yo quien venga desde Valparaíso a presentarles vuestro poeta precisamente en Copiapó. Así que, mejor dejémosle a él la palabra.


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Víctor Munita

La idea de escribir un libro a partir de un modelo –comúnmente señalado como un proyecto- es una de las características de la poesía chilena a partir de los años 90. Esto es producido en parte por el exitismo de ciertos autores y por otra por la transferencia de conductas señaladas –como la única vía estética posible- desde el aula universitaria y a través de las teorías en boga.

La otra posibilidad de armar un libro es uniendo textos disímiles, escritos aquí y allá, en un momento u en otro, unidos por una estructura temática o rítmica. ¿Cuál será, entonces, la forma más eficaz o más cercana a cuanto entendemos por poesía? En verdad todo intento de establecer un canon estético anterior a la obra resulta inútil cuando no profundamente falso.

El punto no es ese, entonces. Digo esto por que al leer El libro de las Revelaciones (Cinosargo 2011), de Víctor Munita Fritis, me parece que el autor ha utilizado ambos procedimientos de construcción en la construcción de su texto. Y de otra parte, por responder a la más íntima convicción de que la escritura es eficaz cuando responde a sí misma. En términos más claros, una poesía es de calidad –o “buena”, si ustedes prefieren calificar- cuando cumple con los elementos esenciales de su arte y, además, aporta con una mayor carga semántica a la exigida al poema (cuando le da aún más significaciones al texto), produciendo en el lector aquello que reconocemos como “placer estético”. No es muy ajeno, esto, a lo descrito por Sigmund Freud en su libro sobre El chiste y su relación con el inconsciente. En resumen, cuanto plantea el psicólogo alemán es que el ahorro de energía intelectual es cuanto produce esa sensación de alegría, de bienestar, de descubrimiento o apertura del mundo. Economía del lenguaje es ahorro de energía; allí está el secreto.

Y no es que El libro de las Revelaciones se trate de un gran chiste; no para nada. El verdadero juego aquí es la transferencia o traslado de elementos de un orden a otro, que Munita practica aquí. Este magnífico juego entre los naipes culturales tan fijos y afincados a machete en nuestro pensamiento, en nuestra memoria colectiva, es la causa de esa alegre sensación que nos parece una liberación y la iluminación al mismo tiempo. El lenguaje, como pueden ver, si a menos no crea mundos en el mundo real, nos permite sin embargo esta suerte de milagro.

Y a propósito de milagros propongo aquí una suerte de continuación, de modelo pensado a partir de los Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, de Nicanor Parra, antecedente necesario que las promoción del 89, y luego la del 93 o 96 según quiera llamársele, toma para el referido sistema de construcción. De allí se entiende La Tirana, de Diego Maquieira, o antes que él La Nueva Novela, de Juan Luis Martínez (cuyo tema es la retórica misma) y luego una serie de obras, de autores alrededor de los treinta, en pleno proceso de aparición.

Pero lo principal aquí, y a eso iba, es la forma de la escritura de cada texto, y no la visión en conjunto –pues esa es una consecuencia necesaria- que Munita Fritis logra con fragmentos de información que toma, gozosamente, de una u otra disciplina. Proceso de reconstrucción y construcción que en este verdadero crisol consigue en definitiva una lectura bastante placentera, por decir lo menos. Hay elementos, por cierto, de la fe a que se refiere el personaje allí citado, cuestiones que se refieren a la nuestra desmejorada situación económica –economía doméstica, para ser más elegante- mezcladas con una serie de fragmentos de comunicación proporcionados por la estúpida televisión chilena y, a ratos, simples intervenciones al mito impuesto a través del recurso de la lógica.

Pero nada de esto es gratuito. Hay un juego en Munita que proviene directamente del lenguaje y de su conocimiento técnico. No es casual que establezca declaraciones como “le grité en lengua/ que la amaba” o “descubrí que los nombres/ no son las cosas”. La primera insinúa la existencia de un metalenguaje simbólico, semi sacro, que el hablante domina; la segunda es una clarísima cita al principio lingüístico que divorcia el significado de algo con ese objeto designado en la realidad al que, querámoslo o no, no habremos de modificar con la palabra. El poeta nos recuerda, con un guiño, que no somos dioses. De esto habla la voz de Munita. Pero mejor escuchémoslo.

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