Manchas de agua de Roy Sigüenza: ensayo de una respuesta al deseo Por María Auxiliadora Balladares




Manchas de agua de Roy Sigüenza: ensayo de una respuesta al deseo

Por María Auxiliadora Balladares



La lectura es un camino que vamos trazando de la mano de quien compuso el texto o lo editó. En ese sentido, la selección de los poemas de la antología Manchas de agua del escritor portovelense Roy Sigüenza (1958) nos invita a establecer ciertos criterios concretos sobre su obra si es que nos acercamos a ella por primera vez con este libro, así como a reconocer algunas ideas que ya habíamos intuido o esbozado antes quienes somos ya sus lectores consumados. Quería comenzar por ahí con esta reflexión porque la composición de una antología de alguna forma nos invita a constituir canon. ¿Es posible hacer de Roy un escritor canónico, es decir un escritor sobre quien todos sus lectores compartamos más o menos las mismas ideas, o pensemos más o menos lo mismo cuando se nos interpele sobre su creación? Si bien, como he señalado, ésa es la función de una antología, ocurre algo con la obra de Roy, ocurre algo con Manchas de agua que también escapa o subvierte desde lo más profundo o desde lo primario, es decir, desde la imagen poética misma, la posibilidad de la institucionalización de su obra como canónica. La obra de Roy se hermana con la de otros escritores como David Ledesma Vázquez en nuestro contexto ecuatoriano o Raúl Gómez Jattin, en el latinoamericano, que si bien se reconocen como escritores fundamentales en sus tradiciones literarias, están haciéndole, una y otra vez, la finta al canon.

El título de esta antología, Manchas de agua, es muy elocuente en ese sentido. Ante su mención, me planteo inmediatamente las siguientes preguntas:  ¿qué mancha el agua? ¿Por cuánto tiempo puede manchar el agua? Ésta mancha solo por un momento hasta que se evapora de la superficie donde se ha derramado. El agua desaparece y si queda alguna huella de su paso en el objeto, es siempre el de algún residuo, que no es agua, sino que el agua contuvo (llámese, polvo, sal, basura). El agua no es nunca su huella duradera, el agua es apenas continente de lo que, por metonimia, consideramos su huella. La poesía de Roy es como el agua que la nombra: deja huellas que en realidad dan cuenta de una doble ausencia. ¿Qué esquivan doblemente estos poemas? Por un lado, al canon porque sus temas, tono, imágenes y motivos generan siempre resistencia e incomodidad en una sociedad de lectores que prefiere enaltecer una literatura que no deja espacio para la duda o para el deseo indómito. Y por otro lado, a través de la autoconciencia de que la palabra al nombrar clausura, mata; la poesía de Roy se regodea ante esto, hace énfasis en ello, poniendo el dedo en la llaga, sólo para hacerle la contra a la muerte: “Como esa forma del amor que perece / cada vez que alguien en alguna parte dice: / ámame libremente” (34).

La antología que hoy nos convoca, reúne poemas de Cabeza quemada (1990), Tabla de mareas (1998), Ocúpate de la noche (2000), Cuatrocientos cuerpos (2009) y Apuntes de viaje a Nurdu (2014?). El libro abre con un prólogo titulado “DIEZ MANERAS DE BORRAR MANCHAS DE AGUA DE TU ROSTRO EN UN ESPEJO” escrito por el poeta neorrabioso dominicano León Félix Batista. Prolijo, a partir de la poderosa imagen del agua, Batista decide no reconstruir las estrategias de la poética de Sigüenza, sino jugar a hacer poesía de la poesía. Refiere sensaciones de la experiencia poética en consonancia con la experiencia acuática, y también hace un recuento de los homenajes en este libro. La lista es extensa; imaginen que la pueblan cuatrocientos cuerpos, y nos revela a un Roy amante de la lectura y la poesía y que ha sido capaz de establecer un potente mapa afectivo a lo largo de su carrera como escritor. Ahí está el retrato de Pessoa en donde nos muestra a un hombre cuyo cotidiano palpita hasta reventar en sus tantos hetorónimos: “Desde la ventana de la oficina una vez reconocí que no me amarían. El amor era un mozo caminando por la Calle de Los Doradores, a quien llamé y no me escuchó. Nunca el llanto mojó mis ojos por este humano incidente […] Digo que este es el mejor momento de mi vida. Dejo de escribir y una alegría limpia, otra vez, se derrama por mi pensamiento. La libertad está en saber que uno no es porque nunca fue. Fingiendo, Esteva, se crea el destino” (77). También está la invitación amorosa de Adriano a su amante: “Tu cuerpo / en él muero / Ven Antínoo / los dioses duermen” (74). O el monólogo de Kavafis: “Mi atrevimiento era conocido en toda Alejandría. Con mi arte anduve, libre, por sus calle –buscaba los placeres audaces. Yo, un griego, partidario de hablar y escribir en demótico, alardeé de mis amantes en unos cuantos poemas anónimos, donde exalté la belleza de sus jóvenes cuerpos, la única verdad de mi tiempo –oscuro y confuso– a la que fue fiel mi vida solitaria” (76).

A partir de cada uno de esos homenajes y en general de los poemas que componen Mancha de agua, es posible decir que la poesía de Roy es siempre fiel al cuerpo como lugar del amor y del deseo. Éstos son la forma de la vida que se impone en esta poesía, a pesar de que en Sigüenza la experiencia de la muerte está absolutamente normalizada. En ese sentido, en “Tropecería del ambulante”, poema de su primer libro publicado, Cabeza quemada, no es posible encontrar escándalo o plañideras ante los seres moribundos. Esto quizás porque parafraseando a Sigüenza, la lágrima es ridícula y si la palabra poética merece la pena por algo, es porque canta al cuerpo sensible incluso en su muerte: “por las madrugadas despiertas / de camas robadas empieza / a crecerle el cabello / a los hombres agónicos” (18). El sonido que persiste en los oídos del hombre que tropieza y muere en este poema es el de mar que suena y sueña. Ese cuerpo de agua que es el mar, tan resistente a las prácticas de estriaje o de control que impone la civilización sobre el planeta se corresponde con la pista de la libertad o del desprendimiento de ataduras en la que se inserta la poesía de Sigüenza. Ese desprendimiento está en consonancia con el hecho de que el hombre, objeto poético, muere muchas veces y por eso son varios los ataúdes que el carpintero clava. Morir más de una vez implica renacer. Y se renace sólo en un cuerpo distinto, es decir, se renace solo a la nueva experiencia.

En esa misma tónica, el poema “Todo el mar se parece”, que abre la selección de Tabla de mareas, segundo libro de Sigüenza, el cuerpo de agua es representado en su sentido heracliteano como una suerte de testigo antiguo y agente inmutable del cambio del ser humano: “El agua haciendo que la vida corra, / que vacile al filo de la orilla como un desnudo / trozo de mangle” (28-29). La desnudez del mangle, las formas caóticas de sus raíces vistas, están regidas por la fuerza del agua, por su corriente, que es la misma en Jambelí o en Ámsterdam, tal como señala la voz poética. El poema abre con los siguiente versos: “Si el mar fuera sacudido como una tela / Si comenzara a hablar un día de estos” (27). El uso del condicional en estas dos líneas evocan una suerte de deseo del hablante poético que se traduce en la imagen de una fuerza o una presencia mayor que pudiera sacudir el mar y hacerlo hablar. Si como hemos dicho, el agua es el testigo y agente inmutable del hombre, de su vida y sus cambios, el poeta busca alterar el orden de las cosas y dominar el mar. Lo logra, y él lo sabe, sólo en sus versos y sólo como expresión de un deseo, que más que control sobre lo incontrolable, revela cuán imperioso le resulta al poeta contar un cuento: poblar el mar con las historias del pelícano caído, de las aventuras de Odiseo, de la confusión de los puertos. Es en esas narrativas que el poeta se permite la posesión del mar. Una posesión que dura lo que el poema, que dura lo que el deseo.

Con “Piratería” se abre la selección de Cuatrocientos cuerpos. Este texto que es como una suerte de oración pagana entre los lectores de Roy resume en su monumentalidad de poema breve la lógica de los afectos que nuestro poeta ha privilegiado. “Iré qué importa / Caballo sea la / noche” (13) [1]. La tríada sobre la que éste se construye la conforman el yo poético, la imagen del caballo y la noche. Se establece una relación en red por la que es posible el flujo de una intensidad entre los tres. El uso del subjuntivo ‘sea’ denota el deseo del yo poético de que la noche devenga caballo. Esta imagen, la del caballo, que en la tradición literaria popular en lengua española suele simbolizar la potencia sexual masculina, en el poema, sugiere también una manera particular de vivir y deambular en la noche, de ser la noche misma. Con todo lo que esto implica en el ámbito de lo libidinal, el yo poético asume en su propio ser el vigor del caballo, deviniendo animal. La noche es caballo y es yo poético. El yo poético es noche y es caballo. “[L]os afectos ya no son sentimientos o afecciones, desbordan la fuerza de aquellos que pasan por ellos […]Los afectos son precisamente estos devenires no humanos del hombre” (Deleuze y Guattari, “Percepto, afecto y concepto”). Esta reflexión nos ayuda a comprender que es en la vinculación tripartita que plantea el poema –noche/caballo/yo poético– donde surge el afecto. Es la potencia del afecto la que arrastra al lector que se identifica con ese devenir.  El yo poético se abre en el gesto de recibir la noche imprevisible y, asimismo, él es lo imprevisible de la noche. El acto de abrirse ha de leerse, entonces, como un acto que implica la participación de todos los sentidos, orificios, y concavidades del ser humano al mismo tiempo. Como sostiene Jean-Luc Nancy: “En esa abertura vacía –ojo y boca […], boca vidente, ojo parlante, ojo obstruido, boca ciega—el Sujeto se depone en todos los sentidos de la palabra. Deposita y depone su certeza en el borde de esta enorme abertura” (Ego sum). Es un nuevo ser el que erige “Piratería” y es también una nueva forma del deseo, más humana en tanto el mundo y sus complejas conexiones caben en ella y viceversa.

Manchas de agua cierra con “Apuntes de viaje a Nurdu”. Este poema nos refiere un recorrido del yo poético hacia Nurdu, “la ciudad más antigua de la tierra” (95), una suerte de locus amenus, donde “tienen dioses más benignos que los nuestros / -Escuchan todo lo que se les dice y obran- / Dicen que ayudan a devolver las cosas a su lugar” (95). El primer lugar en el que se detienen en su periplo es “Muluncay, el pueblito de los malabaristas, con sus hombres y mujeres de vida airada; todos aficionados a la desnudez y decir claro –hablan en agua. No están cartografiados” (95). En Jama, “los viandantes no dialogan –desecharon las palabras por corruptas hace años-, y clarividentes, han represtigiado la rosa y el abrazo” (97). Los habitantes imaginarios de estos pueblos son retratados en el poema como sujetos despojados de una identidad clausurada, cuando entendemos que las fuentes de esa identidad son, por ejemplo, los prejuicios de clase y raza, las lógicas chauvinistas y las normativas de género. Estos habitantes no están cartografiados, dice el yo poético, no aparecen en los mapas que ofrece el conocimiento enciclopédico de Occidente, porque hay algo en su habitar el espacio y el tiempo que se erige como resistencia a esas lógicas taxonómicas. En Nurdu, el letrero del pórtico de entrada reza el siguiente verso de Luis Cernuda: “El deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe”. Así cierra Manchas de agua, regresando a la cuestión del deseo, recordando a quien tiene el libro entre sus manos que en las palabras no se suelen encontrar las respuestas a las preguntas del ser, quizás sí en los abrazos, quizás sí en las rosas.



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Notas


[1] Los versos “Caballo sea la /noche” van a nombrar una importante antología de poesía ecuatoriana que para la editorial Cinosargo ha preparado Andrés “Tush” Villalba.

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