EL INVENTARIO DE LAS NAVES: UN ACERCAMIENTO POP.




EL INVENTARIO DE LAS NAVES: UN ACERCAMIENTO POP.

La escena literaria limeña de los años 2000  (y ésta es una declaración atrevida y cuestionable, soy consciente de ello) fue dominada por dos factores concatenados que le dieron un carácter especial: 1) aparición de una generación de escritores surgidos de la especialidad de Literatura de la PUCP y 2) el nacimiento, dentro de ese mismo ambiente, de la editorial Estruendomudo.

El rintintín caleta, aristocrático y selectivo de la personalidad de Estruendomudo en los años 2000 (¡muy, muuuuuy  diferente a como es ahora!) se basaba en una premisa tácita y no abiertamente declarada en esa época, que los no iniciados comentábamos y de la que hasta cierto punto nos mofábamos: casi todas las obras de Estruendomudo eran metaliterarias, es decir, que eran obras que hablaban de su propio proceso creativo. Como si yo ahorita, por ejemplo, reflexionara sobre por qué estoy escribiendo esto en un lenguaje llano en lugar de añadir alguna pomposidad que me haga ver sexy y culto ante los lectores. También solían ser obras con abundantes guiños a los maestros literarios pre años noventa: Artl, Borges, Bioy Casares, entre los más comunes para mencionar a integrantes argentinos del Boom menos conocidos en ese entonces, y algunas referencias a maestros de novela gótica, ciencia ficción y literatura pulp (Lovecraft, Arthur C. Clarke, Phillip K. Dick), con preferencia a retratar atmósferas carentes de “sabor local” (donde caracterizaciones como lugar, época y etnia solían ser obviadas). Se trataba, pues,  de unos referentes más rebuscados que los que solían ser patrimonio común para mi generación en los años noventa (como cuando vivíamos comiéndonos los sesos soñando con ser los nuevos Bukowskis o por lo menos los nuevos Ray Lóriga). Pues bien, las obras de Carlos Gallardo, Edwin Chávez, Johan Page, Luis Hernán Castañeda y Alexis Iparraguirre ofrecían una mirada a un acervo literario a la vez culto como pop, con guiños que cuando no eran homenaje o reformulación de una premisa ya utilizada resultaban siendo abiertamente paródicos. 




Añadiría un tercer factor para retratar la época, que no es muy relevante literariamente hablando pero que le imprimió sabor: 3) la proliferación de blogs literarios y de blogs-basura de chismes literarios. Era la edad pre-Facebook, hoy en día si un blog es leído es porque o contiene pornografía o porque…porque no sé, en fin.

Y solo por joder diría hasta una cuarta cosa: que la abundancia de escritores jóvenes a fines de los años 90, en los 2000 e incluso hoy es un efecto colateral de la neoliberalización del país de los últimos quince años, que ha permitido a las nuevas clases medias acceder al estudio de las Humanidades, o como diría Martha Chávez: “fruto de la pacificación del presidente Fujimori” y blá blá blá, toda esa mierda que ya conocen.

De esa década y de esa generación PUCP tenemos presente dos obras, las más comentadas hasta hoy: la primera es  “Casa de Islandia” (2004) de Castañeda y la segunda “El inventario de las naves” de Iparraguirre. La elección entre una u otra obra en el presente no suele ser azarosa, son como dos ramas divergentes de una misma sensibilidad que eligió la metaficción y privilegió las atmósferas tenebrosas y que, en esta década, adquiere nuevos matices: la primera es una novela formada por un conjunto de relatos fragmentarios que a su vez contienen cuentos a manera de ejemplos de escritura; el rastro de esta obra de humor ora discreto ora  desenfado y (en algunos casos) casi coprolálico lo podemos encontrar en las pretensiones de algunos autores actuales que se declaran abiertamente como autores de autoficción (el propio Castañeda trataría mucho antes que ellos el tema de la familia, el doble literario y la reapropiación de la memoria en sucesivos títulos cuentísticos y novelísticos que publicó). Por el contrario, lejos de la rama sentimental, la segunda obra suele ser la predilecta de los escritores peruanos jóvenes que se decantan por la literatura fantástica y la ciencia ficción: con tres ediciones peruanas (la original del Premio Nacional PUCP-2005-y dos de Estruendomudo- (colección Cuadernos esenciales,2007  y Colección cajas,2010, respectivamente), una estadounidense (Sudaquia-2014)y la más reciente, una chilena (Cinosargo-2015), es una obra que si bien ha tenido lecturas críticas cultísimas (preferentemente destacándola como una obra metaliteraria) no evade un acercamiento menos “letrado”. Yo sostengo que gran parte de su vigencia entre los escritores de mi generación  se debe al diálogo que esta obra realiza con la cultura popular audiovisual que a su vez alimenta a géneros como el fantástico y la sci fi. Difícilmente, ni siquiera en sus centros de origen (EEUU y Europa) la sci fi renegará de la cultura audiovisual para elegir referentes exclusivamente literarios, antes bien gran parte de ella tiene su origen en la misma. 


El inventario de las naves como tánatos:

Del “Inventario…” podemos decir que compondría una unidad con tres arcos narrativos evidentes: los dos primeros cuentos privilegian  la atmósfera oscura, onírica y morbosa de las pesadillas adolescentes: “Sábado” , cuyo lenguaje callejero se hilvana con otro, que parece ser el lenguaje de una subconciencia universal,  activado por una legendaria droga que obliga a una masacre que podríamos tildar de dionisíaca, trayéndonos a cuento lo que según Nietzsche en “El espíritu de la tragedia” le dijo Sileno a Midas: “ (…) lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti -morir pronto.” “Hombre en el espejo” es más bien la narración de una epifanía o revelación del fin del mundo hecha en el lugar menos religioso posible: una fiesta juvenil, con la subsecuente sorpresa de una madre y un médico, posiblemente simbologías del orden cotidiano.




El segundo arco es el estrictamente metaliterario: lo componen los cuentos “La hermandad y la luna” y “El inventario de las naves”. Son estos dos cuentos los que le han dado al libro fama de “borgiano.” Privilegian en sus argumentos las escenas detectivescas cultas, la exposición de ideas que algunos lectores podrían tildar de afectadas y densas, pero éstas continúan y enriquecen  la idea del primer arco narrativo, adquiriendo en “El Inventario…” justamente su clímax: un Dios de la literatura decide acabar con el mundo.

Y finalmente el tercer arco nos ofrece un mundo en ruinas: este tercer arco resulta el más interesante de todo el libro y, curiosamente, es al que la crítica le ha prestado menos atención, quizá (y esta es una ocurrencia personal) porque la escasa crítica literaria de Perú tiende a formular sus opiniones en base a sus zonas de confort. La adolescencia y la literatura borgiana les resultan más conocidas que el clima “pop” y “sci fi” de títulos como “Proximidad del huracán”, “Orestes” y “El francotirador.”   De “Proximidad del huracán” solo diremos, para no spoilear, que se trata de una genial ocurrencia de una escena de sexo en el momento menos oportuno. “Orestes” nos recuerda el clima de “El almuerzo desnudo” de Burroughs, tanto por la deshumanización de los adictos a la droga, convertidos en “máquinas”, como por los alcances místicos y proféticos que alcanzan a través de la substancia. Y “El Francotirador”, que cierra el libro, es básicamente un relato sobre la aparición de la culpa en medio del crimen: “No pienses en chivos expiatorios  o en sacrificios (…) Dios no oye, es como las amebas.” 

Fundación del fin del mundo en el anime y la guerra fría

Una generación criada entre el temor a la guerra atómica producirá necesariamente obras exentas de cinismo; con esto no quiero decir que producirá obra carentes de humor (el cinismo como subproducto del sentido del humor, tal es la deformación de nuestra época). Con pocos canales oficiales de comunicación y con el evidente maniqueísmo de diarios, revistas y TV, pienso que la gente que pasó de niña a adulta en las últimas décadas del siglo pasado creía sinceramente que el mundo podía acabar, eso es precisamente un libro como “El inventario…”, el reflejo de ese terror más una idea subrepticia, un tanto misantrópica, que se puede captar en todo el texto: casi podría colocársele al “Inventario…” la cita de Nietzsche que puse arriba.
En “Sábado” Yavé es el nombre del dealer que vende el menos, la droga: Dios quiere que todo acabe, Dios quiere que muramos. Esa idea obsesionante la continúa el tercer cuento, “La hermandad y la luna”, donde podemos leer: “aunque nosotros los más lúcidos, los más dotados tengamos que desaparecer…”   Sé que es fácil enlazar esta idea de Dios reformulando el Fin del Mundo con Neon Genesis Evangelion (1995) pero dentro del manga y del anime japonés esta idea no es nueva: Demon Lord Dante (1971) de Go Nagai (el creador de Mazinger Z) ya había desarrollado la idea de un Dios creador malvado. Es más, ya que hablamos de Iparraguirre como un autor que ha declarado abiertamente su afición por el anime japonés de los años setenta y ochenta, es bueno hacer notar que existe toda una generación de artistas peruanos que hemos “perdido la inocencia” con esta clase de producciones. A diferencia de los aniñados y melosos dibujos animados estadounidenses, los “animes” de los años setenta y ochenta nunca escamotearon temas fundamentales como la guerra, cierto velado erotismo, la muerte, la violencia y la inminencia de la destrucción total. Como en muchas ocasiones el propio Iparraguirre me hizo notar, el esquema del género “mecha” ochentero suele ser la inminencia del ataque enemigo en episodios autoconclusivos pero que siguen un arco narrativo que es más o menos éste: el avance del enemigo a pesar de las derrotas sucesivas, que van minando las fuerzas de los protagonistas, es decir, que convierten sus victorias en victorias pírricas, hasta que por fin el enemigo logra la destrucción del cuartel general de los “buenos”, aunque muchas veces a costa de su propia existencia.  A este esquema casi general de los animes setenteros y ochenteros  hay que sumar la visión nipona del heroísmo, que se plasmó en estos dibujos animados “pre -Evangelion” (como en Acorazado espacial Yamato, de Leiji Matsumoto, 1974-1975) y que no plasman el individualismo occidental: dibujos en los que la bondad tiene más que ver con renuncia, autosacrificio y resignación ante la muerte, posiblemente una consecuencia lógica de una sociedad emprededurista forjada de las cenizas de la postguerra atómica.

"El Inventario..." tiene su clímax en el cuento que da título a la colección y es justamente allí donde se da realidad el suceso tan largamente anunciado, que Dios ha decidido destruirnos. Pero, como en una nueva arca de Noé, la destrucción de la civilización no significa la destrucción de la humanidad, pues sobre sus restos se yergue otra Humanidad (como en el caso de los cuentos “Orestes” y “El francotirador”), una que intenta elevarse por sobre la podredumbre y la anarquía.


La adolescencia ante el Apocalipsis

No se nos puede escapar que la experiencia vital sitúa a Alexis Iparraguirre como niño y adolescente a fines de los años setenta e inicios de los ochenta, para los que suelen gustar de etiquetar a las generaciones (mea culpa) hay un rasgo muy determinante en la generación de Iparraguirre y que no sé si llamar inocencia o credulidad, lo que quiero decir es que nosotros, los que crecimos a fines de los noventa, por poner un ejemplo, así tuviéramos la evidencia de que al instante podría explotar una ciudad, en cualquier parte del mundo, no vivimos ni viviremos tal tragedia con la desolación con que se vivieron las tensiones imperialistas entre EEUU y la ex Unión Soviética. Esto quizá por varias razones: ¿tal vez porque la sobreabundancia audiovisual de información nos insensibiliza?, ¿o porque los canales de información traen más de una versión de una misma historia?, ¿ o porque ante la sensibilidad ramplona de las redes sociales se opone el oportunismo de los opinólogos de turno? ¿O quizá porque la violencia en el mundo solo resulta anormal y escandalosa cuando ocurre en países que no están acostumbrados a ella (Nueva York-2001; París- 2015)? Como fuese, sentimos más empatía por el quiebre de normalidad en países ricos, post industriales, que la “anormalidad” cotidiana de países donde la violencia parece ser moneda corriente.
Si rebuscáramos en “El Inventario…” encontraríamos, superpuesta a la atmósfera de tragedia bíblica, una atmósfera de inminencia de la tragedia humana por excelencia: la violencia normalizada para la mayoría. La “lluvia” que antecede a la proximidad del huracán en “La hermandad y la luna” no puede eludir su carácter redentor ya que el mundo hiede a crímenes: “vemos los accidentes en masa, los asesinatos múltiples, los crímenes espectaculares.” Tal pareciera que, a pesar de la voluntad de los pequeños héroes del relato por detener el fin del mundo, es justo que el mundo perezca por su inviabilidad. El huracán del relato homónimo al título del libro podría tener lectura de desenlace atómico; reconozco que esta idea es bastante antojadiza, pero los relatos que suceden a “El inventario…” son muy específicos en hacer notar el cataclismo material y no solo espiritual que circunda a sus protagonistas.
Estamos hablando, sin embargo, de un libro de sensibilidad adolescente, que no es lo mismo que decir que sea un libro hecho desde la inmadurez. No, en el caso del “Inventario…” la sensibilidad adolescente es tan melancólica y pesimista –y a su vez dionisíaca-como lo puede ser, por ejemplo la poesía de Luis Hernández, esto porque básicamente la adolescencia es una etapa de negación del mundo y de la realidad (el huracán de los relatos) como de celebración de los sentidos (representados por el sexo y la droga). Dentro del pathos adolescente se esconde además la idea del suicidio y del fin del mundo como alternativas reales frente a la melancolía. Que una guerra o un fin del mundo solo puedan tener de profetas a muchachos y muchachas que comparten la destrucción del principium individuationis a través de un estado alterado de conciencia es un eco de una creencia mística y milenaria, de origen asiático, que hoy es parte más de la cultura pop que de un legítimo sistema religioso: de que la verdad del mundo solo puede ser conocida y presenciada desatendiendo la voz de la razón y de la lógica. Es una idea de rebeldía anti cartesiana que Occidente solo recuperó a partir de Nietzsche en el siglo XIX y de la cultura beat, en los años cincuenta. Desde entonces la cultura europea progresista ha privilegiado el misticismo de culturas nativas y su aparente antimaterialismo como alternativa a un occidente que se retrata cada vez más inhumano y decadente. No obstante tanto “El inventario….”  como el anime japonés nos llaman la atención sobre la cuota de misticismo anticartesiano y redentor que habita en el propio seno de la cultura occidental: la mitología cristiana apocalíptica y su cultura esotérica.




Comentario final:

 “El inventario de las naves”, más allá de calificativos, es una de las pocas obras locales que ha logrado disparar la imaginación de sus lectores apelando tanto a pulsiones tanáticas que son usuales en la juventud y a la propia inclinación de ésta por el esoterismo o la búsqueda de experiencias trascendentales. Sus elucubraciones borgianas o sus atmósferas de pesadilla erudita son solo un componente, el más obvio, de su constitución, pero no el más importante como pretende la crítica. En todo lo que tiene de desbordante y claustrofóbico, es un libro llamativo por amalgamar un orden cotidiano tercermundista con los senderos menos usuales de la cultura pop; y con ello consiguió llamar la atención de un público inusualmente joven sobre un cataclismo para adolescentes que involucra, de una u otro forma, la suerte de la especie humana. La sensibilidad que lo formuló y plasmó le debe tanto o más a la  paranoia posnuclear de los animes japoneses, a un misticismo alucinante New Age y al clima “oscuro” de las películas de Jim Henson (El Cristal Oscuro, Laberinto) que a las lecciones más notables de la alta cultura literaria  (Borges, Calvino), aunque circunstancialmente las aproveche. Y, también, como expliqué arriba, al deseo que existe en toda conciencia adolescente, en ello semejante a toda religión monoteísta, de poder presenciar la Verdad, o su mejor versión, en el desenlace final de la Historia, uno largamente prometido.

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